Los hombres y pueblos en decadencia viven acordándose de dónde vienen; los hombres geniales y pueblos fuertes solo necesitan saber a dónde van. José Ingenieros

lunes, octubre 23, 2006

Fotos que valen por mil palabras


Esta carta salió publicada en yahoo, me pareció muy buena y cierta, cuando este personaje dice que tiró al aire, evidentemente no tiene muy claro lo que significa "tirar al aire"

BUENOS AIRES, oct 22 (DyN) - Hay "fotos" de momentos en la vida política de un país que valen por mil palabras, o muchas más.
La que se vio del 17 de este mes tiene tantas lecturas como las que puedan haber hecho sociólogos, politólogos, periodistas, observadores, y casi todas han coincidido en los mismos puntos -los que se caen de maduros- pero también acordaron en la misma incertidumbre: ¿por qué? ¿quién? ¿para qué? Y esas, hasta ahora, no han tenido las respuestas que parecen guardadas bajo cien llaves.
Mucho hay por decir de la foto famosa, tal vez una de las tantas que marcará a fuego la historia de la era del presidente Néstor Kirchner, no por su papel particular en el asunto, sino porque dibuja con nitidez incontrastable la contradicción entre lo que se dice y lo que se hace, lo que por cierto no es patrimonio exclusivo de este mandatario, sino que ha venido marcando principalmente a los políticos cuando en la Argentina ocuparon en lugar del máximo poder.
Poder es la palabra clave para las definiciones de los hechos políticos, sociales y económicos no sólo aquí, sino en todo el mundo. Poder más dinero. Pero hay diferencias.
Los países con mayor tradición democrática suelen asociar el poder de sus gobernantes a las políticas con mayúsculas: algunas pueden ser del gusto o no de quienes las analizan, pero si detrás de esos líderes mundiales hay maniobras espurias, en muchos casos las tienen bien ocultas, debajo de un manto sobre los pueblos que viven más o menos en forma civilizada.
En países como la Argentina, que se ha venido preciando abierta o elípticamente de ser una de las naciones líderes del aún emergente continente sudamericano, la contradicción parece ser una clave de sus dirigentes.
Aquí, como en otros países de la región, la palabra poder asociada con las palabra dinero -una alianza también indestructible en las naciones más desarrolladas- sirve para descifrar con poca dificultad los movimientos que se proponen a la sociedad.
Kirchner emergió casi de la nada y en un tiempo récord construyó una malla de poder como pocos de sus antecesores lo habían logrado, a excepción de Carlos Menem, su antiguo aliado y benefactor.
Al inicio, se encantó con la idea de presentarse como ejemplo de la "nueva política" que los argentinos reclamaron en los días aciagos de diciembre del 2001, en aquella pseudo "pueblada" que a medida que se avanza en la historia, va revelando que estaba muy lejos de haber sido un movimiento "espontáneo" de protesta de la sociedad, sino que detrás estaba la omnipresente "mano negra" de algunos sectores de la dirigencia argentina.
Muchos pagaron por aquellos hechos alto precio político, como su desaparición forzada de la escena del poder, pagaron los argentinos muertos en la represión, los comerciantes que lo perdieron todo en los saqueos.
Pero otros cobraron, y entre ellos, Kirchner fue el más favorecido.
A caballo de la idea de encarnar esa anhelada renovación de la política mediante el abandono de las peores características que ya parecían ser un sino enquistado en la historia del país, convenció a las mayorías, mientras gracias a la devaluación heredada, la Argentina recuperaba también vertiginosamente las bonanzas económicas que parecían perdidas para siempre, de que efectivamente iba a lograr esa transformación.
El poder, está visto, es una fuerza tan potente capaz de convertir a cualquier líder, si es que no está debidamente entrenado y convencido de los valores altísimos de la democracia.
Kirchner intentó varios movimientos para hacer realidad los cambios, pero en muchos fracasó.
Trató de crear una "transversalidad" que murió antes de nacer; intentó tejer alianzas con lo más sano del sindicalismo, pero tampoco lo logró.
Entonces capituló -como lo hicieron muchos de sus predecesores- y optó por la lógica más simple: aliarse a los que antes fueron marcados como enemigos, al no conseguir desarmarlos.
La "transversalidad" tenía tan pocas definiciones ideológicas que no sirvió para destronar a los partidos tradicionales del país: el peronismo entonces, fue el útero que volvió a refugiar al Presidente, quien supo hacer buen uso de muchos de sus modelos y métodos repudiados por la mayoría de la gente.
Al no poder convencer a los políticos de que se sumaran a una nueva fuerza, optó por dar forma a lo que se llama hoy el "kirchnerismo", para acuñarla como la designación de una corriente dentro del PJ, hoy absolutamente dominante.
Como hizo Carlos Menem, cuando construyó el "menemismo", que durante casi una década marcó a fuego la política nacional.
El "kirchnerismo", con la fachada de una "concertación" inexistente, logró tentar y captar a gobernadores radicales y de otros partidos, más por beneficios para sus provincias que por convicciones ideológicas.
Los partidos tradicionales quedaron afuera del convite, más que nada porque el presidente en el poder nunca los llamó a discutir las cuestiones del país en lo que hubiera sido una verdadera concertación y búsqueda de armonía y de consensos.
Con el sindicalismo pasó algo similar: al principio, Kirchner trató de elevar a la CTA de Víctor de Gennaro a la categoría del nuevo sindicalismo que lideraría a los trabajadores.
Pero no contó con que el poder en ese campo lo seguían manejando gordos y obesos con raíces demasiado fuertes como para arrancar. Hacía falta mucho coraje para ello.
Finalmente, la alianza con el viejo sindicalismo pareció ser la receta más cómoda para el Gobierno.
Mediante la entrega de jugosos subsidios y no menos tentadoras cuotas de poder, logró que la CGT de Hugo Moyano, que encarna a ese sindicalismo tradicional que antes deploró, se le alineara para muchos fines útiles: someter a los trabajadores a la aceptación de aumentos salariales absurdos frente a la devoradora inflación, aniquilar cualquier movimiento de protesta que no fuera manejado por esa corporación, sumar el respaldo de columnas de gente a los actos del Presidente.
Pero todo tiene un precio. Cuando los aliados son impresentables, se debe recurrir también a acciones poco elegantes.
Kirchner, frente al escándalo del 17 de octubre, no pudo decirle a Moyano que se fuera definitivamente de su lado.
Temió tener que pagar demasiado alto el valor de esa jugada.
Mucho se ha hablado ya de los hechos del martes pasado. Se comparó a ese enfrentamiento de patoteros borrachos, drogados y armados, parte del ejército a "sueldo" para la violencia, con los hechos del 20 de junio de 1973 en Ezeiza: nada más lejano.
Aquella fue una batalla entre ideologías, ésta fue una pelea entre matones a sueldo sin una sola idea política.
Se habló sobre la ausencia de la policía en la quinta de San Vicente. Tal vez esa fue la señal más grave de la enfermedad que padece el poder político de hoy: dejar a la sociedad huérfana de Estado.
Para evitar costos, el Gobierno se compró un terreno lleno de alimañas.
No hay excusa posible para un Estado que cede el monopolio del control y la fuerza a grupos privados, violentos y a sueldo, como los que actuaron al lado del mausoleo para Perón.
Casi todos los argentinos vieron por televisión que desmadrados se molían a golpes y disparaban armas de fuego en un predio que pertenece al gobierno de la provincia de Buenos Aires, sin que se viera a un solo policía tratando de reprimir esos hechos y de detener a sus responsables.
El ministro de Seguridad bonaerense, León Arslanian, afloró como uno de los principales responsables de esa anarquía, con la responsabilidad política máxima del gobernador Felipe Solá. Pero nadie quiso pagar un precio. Nadie renunció.
Tampoco renunció Hugo Moyano a la conducción de la CGT, aunque se haya hecho público que un empleado de su hijo fue el famoso tirador cuyo rostro dio la vuelta al mundo. "¿Por qué debería renunciar?", se preguntó en una parodia de conferencia de prensa.
El presidente Kirchner mantuvo silencio por casi dos días. No habló a la sociedad ese mismo martes para pedir perdón y prometer que nunca más permitiría que algo así se repitiera.
Se tomó demasiado tiempo para pensar. Como pasó cuando la tragedia de Cromañón, Kirchner actuó como si él no tuviera nada que ver con eso, como si no tuviera nada que ver con el país.
Recién habló en un acto público, lleno de esa gente contratada con flamantes cascos de trabajadores -tan flamantes que revelan fácilmente que nunca se usaron-, y optó por una de las tesis que más le agradan: él fue la víctima. No los argentinos.
Las reacciones o llegan tarde o no llegan nunca. Mientras tanto, los argentinos parecen curados de espanto: a pocos días de aquel fatídico martes, son otros temas los que ocupan las primeras planas de los diarios, como por ejemplo, la violenta pelea entre barrabravas del fútbol, la inseguridad que lejos de atenuarse, se eriza cada vez más, pese a las falsas encuestas de opinólogos a sueldo.
Se sabe que los actores de la violencia son todos la misma cosa: la "mano de obra desocupada" de esta nueva era en la historia del país, que parece nunca querer corregir sus peores errores.
Mientras haya matones a sueldo, manifestantes a sueldo, fuerzas de choque a sueldo, los políticos suelen sentirse "seguros" de lograr sus objetivos. Y la realidad no los desmiente.
Frente a tanta desvergüenza, los ciudadanos pasan del estupor al olvido. Es que hay que olvidar para seguir hacia delante: aunque los obstáculos sean millones, hay que sobrevivir.
Pero a la larga, los dirigentes siempre terminan pagando sus deudas a la sociedad, aunque ésta, hasta ahora, siga sin ser resarcida de tantos desatinos.
CC EMJ I-6601
DYN 14:59 10-22-06

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