Por Héctor M. Guyot
Llegábamos tarde no recuerdo adónde. Recién levantada, mi hija menor se lavaba las manos y yo la apuré. Desde la seriedad de sus cinco años, me miró y advirtió: "Papá, lavarse las manos no es para apurarse; es para lavarse las manos". Aquel aforismo casi tautológico sonó a revelación. Recordé una reflexión de Gary Snyder: "Hay una dualidad mente-cuerpo si mientras barro el piso pienso en Hegel. Pero si mientras barro el piso pienso en barrer el piso, soy uno", decía el poeta. "Y eso, barrer el piso, se convierte en lo más importante del mundo." ¿Me estaba pidiendo mi hija que no me fugara del presente? El italiano Claudio Magris se ocupó de esta cuestión. Hay quienes tienen la capacidad de habitar el instante, escribió, "sin la maniática angustia de sacrificarlo por algo venidero o supuestamente venidero, destruyendo así la vida en la esperanza de que pase lo más rápidamente posible". La idea puede complementarse con unas líneas del inglés John Berger: "La felicidad llega cuando somos capaces de entregarnos por completo al momento que vivimos, cuando no hay diferencia entre ser y devenir". Para eso, para recuperar su propia medida del tiempo, Henry David Thoreau dejó la ciudad de Concord en julio de 1845 y construyó una cabaña en los bosques de Walden. Decidido a vivir "sólo los hechos esenciales de la vida", buscó despojarse: "Tenía tres sillas en mi casa –escribió–. Una para la soledad, dos para la amistad, tres para la sociedad". La de Thoreau quizás haya sido la primera reacción contra la aceleración de la vida que se inicia con la Revolución Industrial y que, en nuestros días, se multiplica a caballo de la revolución digital. La última reacción de que tenga noticia es la de mi hija: con las manos llenas de jabón, forma un círculo con los dedos pulgar e índice y sopla una pompa perfecta que, ingrávida, se mantiene en el aire toda una eternidad.
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