Política Nacional / Alberto Valdez
El exaltado pedido del rey español al presidente venezolano Hugo Chávez dejó al descubierto el verdadero enfrentamiento entre el respeto a las investiduras y la defensa del interés nacional versus la autocracia y la impunidad.
Uno de los datos políticos que dejó la reciente Cumbre Iberoamericana realizada en Santiago de Chile tiene que ver con las reglas de juego democráticas y la institucionalidad de un país, tal como lo demostraron el rey Juan Carlos y el premier español José Luis Rodríguez Zapatero. Allí se enfrentaron el respeto a las investiduras y la defensa del interés nacional versus la autocracia y la impunidad que representa Hugo Chávez.
Para muchos, el monarca español cometió un exabrupto al reclamarle enérgicamente a un jefe de Estado extranjero que se callara. Pero, la reacción del heredero de los Borbón y del mandatario socialista tiene más que ver con el funcionamiento serio de las instituciones, que con un hecho de violación del protocolo. Simplemente, y ante las duras descalificaciones de Chávez al ex presidente José María Aznar, Juan Carlos y Rodríguez Zapatero dejaron un mensaje muy contundente: España no permite que se insulte en el exterior a sus ex mandatarios.
Actuaron en representación de sus responsabilidades, uno como jefe de Estado y el otro como titular del gobierno. Fueron una sola voz ante la iracundia de un mandatario que cada vez se aleja más de los principios republicanos y está llevando a Venezuela a una tensión social insostenible. El gesto de ambos genera una sana envidia, porque ésas son las reglas de juego que existen en España luego del Pacto de La Moncloa y que por estas latitudes sólo declamamos.
Rodríguez Zapatero tuvo que defender a su antecesor Aznar porque ésa era su obligación. Frenó a Chávez y no le permitió que descalificara al jefe de la oposición española y su principal enemigo político. No adversario, enemigo. Las diferencias personales e ideológicas han destruido la relación entre ambos. Se odian. No sólo están en las antípodas, sino que uno responsabiliza al otro por todos los males que aquejan a la península ibérica. Representan dos visiones distintas de España en materia política, económica, cultural, religiosa y sexual. Sostienen posturas irreconciliables que los han llevado al encono personal.
Sin embargo, nada de esto impidió al premier español defender el buen nombre y honor de su odiado antecesor por el simple hecho de que éste ocupó su mismo cargo y fue elegido por la sociedad de su país en dos oportunidades. Y por eso mismo, a Aznar no le tembló el pulso a la hora de llamar telefónicamente a Rodríguez Zapatero para agradecerle el gesto. Ellos saben –y esto también incluye a Juan Carlos– que sus odios y rencores son simples anécdotas frente a las responsabilidades políticas e institucionales que ejercen, sobre todo cuando están fuera del país.
Dentro de España, el rey hace esfuerzos para equilibrar el sistema institucional, mientras que socialistas y populares se agreden como perros salvajes. En el exterior, las cosas cambian. La ropa sucia se lava en casa. Este criterio fue más intenso a partir de que el agresor era un personaje del estilo de Chávez, sin autoridad moral para dar clases de instrucción cívica.
Mientras tanto, en nuestras costas se hace todo lo contrario. Chávez se ha dado el gusto de denostar a un ex presidente argentino dentro el país. Y, más grave aún, lo hizo en tres oportunidades y en escenarios cedidos gentilmente por la administración de Néstor Kirchner. Primero, en las escalinatas de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Luego, en el estadio mundialista de Mar del Plata. Y este año en la cancha del club Ferro Carril Oeste. ¿Cómo pretender que Kirchner tenga la misma conducta que Zapatero si al cruzarse con Carlos Menem se tocó un testículo en público? Socarrona e irrespetuosa actitud para hacer referencia a alguien que se tilda de mufa, inaceptable en un jefe de Estado.
Además, el riojano no sólo fue elegido en dos oportunidades como presidente de la Nación, sino que paradójicamente pertenece al mismo partido político que Kirchner. Todavía menos comprensible. Pero, en la Argentina son más fuertes el odio y la intolerancia que el respeto a las instituciones y a las investiduras. Menem fue el blanco elegido por el santacruceño para construir la gobernabilidad y poco le importó su condición de ex mandatario. También hizo lo mismo con Eduardo Duhalde, su antecesor y aliado político en 2003. El hombre que lo hizo presidente nunca recibió el más mínimo tributo. Ni siquiera Raúl Alfonsín, en su condición de pionero de este proceso democrático.
Al igual que Chávez, Evo Morales o Fidel Castro, el actual presidente argentino no rescata nada de lo que se hizo antes y todo lo bueno empezó con él. Esa terrible tendencia a los ciclos fundacionales consolida un círculo vicioso del que no se sale con facilidad. Es una de las características centrales de los populismos latinoamericanos: quien llega al poder es un iluminado que viene a salvar al pueblo de los problemas que le ocasionaron sus antecesores.
Se manejan siempre con una de las categorías políticas acuñadas por Carl Schmidtt: amigo-enemigo. Se hace culto a la figura del jefe político y se agrede permanentemente a la oposición. Los fenómenos precursores fueron el MNR (Movimiento Nacionalista Revolucionario) boliviano y el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana) peruano en la década del 50, aunque la impronta más destacada fue acuñada esencialmente por Juan Domingo Perón en la Argentina. Un populismo pragmático, maniqueo y carente de matriz ideológica.
Lamentablemente, América Latina no puede dejar atrás el drama del populismo, una invención regional que debió agregarse a los manuales de ciencia política. Caudillos providenciales que son presentados como una especie de “súper héroes” en defensa de los más débiles y que, en verdad, sólo buscan perpetuarse en el poder. Por eso, la reciente manipulación electoral y el creciente clientelismo en la Argentina abren interrogantes respecto al futuro inminente de las instituciones.
A pesar de ello, en la región también se perciben procesos políticos transparentes, con alternancia en el poder y sentido republicano. Lula, Michelle Bachelet, Tabaré Vázquez y hasta un renovado Alan García muestran la posibilidad de un camino distinto. Un camino en el que la gobernabilidad se sustenta en el sistema político y las fuerzas oficialistas y opositoras garantizan la estabilidad democrática respetando políticas de Estado.
Así viene ocurriendo en Chile entre democristianos y socialistas. Lula se transformó, con matices, en un continuador de la gestión de su rival Fernando Henrique Cardoso. Y ni hablar del Frente Amplio que, además de no desestabilizar el proceso económico uruguayo, respetó y consolidó la alianza con los Estados Unidos acuñada por el ex presidente colorado Jorge Battle. La moderación y el sentido común son las características de estos procesos y las discrepancias no tensionan el tejido social de estos países. Nada se plantea como blanco o negro. Los maniqueísmos ya quedaron perimidos.
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